Ser mujer no es fácil. Tampoco ser hombre, aunque no lo parezca.
Vivir puede ser más o menos entretenido; movidos por urgencias, trabajos, ruidos e incertidumbres cotidianas, pero VIVIR en mayúsculas es otra cosa. Lo malo es que nadie nos ha enseñado a hacerlo.
Ambos sexos estamos igual de perdidos o encontrados, según queramos verlo, pero en diferentes enredos. Y en vez de ayudarnos a salir de semejante atolladero, nos pasamos la vida compitiendo, enfrentados, o haciendo bandos. Aprendimos de pequeños que uno muestra su identidad por oposición a otro, por contraste, por negación de lo ajeno, y ya vemos hacia donde nos lleva esto. No hay crecimiento en medio de ninguna batalla, ni en la más sutil de ellas.
Las mujeres estamos hoy especialmente activas. No hay formación, iniciativa o movimiento que no esté respaldado por mujeres activamente comprometidas. Queremos buscar una situación más justa para el sexo en el cual hemos nacido, especialmente en aquellos países donde la condición femenina está especialmente maltratada, brutalmente maltratada en muchos casos. Ciertamente las mujeres salimos más perjudicadas en este juego de la vida. Seguimos siendo más vulnerables en muchos aspectos y sufriendo agresiones sexuales, menosprecios y maltratos muy, muy dolorosos. Pero esa misma agresividad que maneja la sociedad desde un patriarcado desafinado, hace que también los hombres sean víctimas de este mismo desatino. La fuerza y violencia que muchos hombres ejercen sobre las mujeres, es el reflejo de la misma fuerza y violencia que su entorno cultural y social ejerció con ellos desde los inicios de su vida. Replican los abusos y atropellos a los que, por suerte, ellos pudieron sobrevivir en su infancia. Imitan un pasado muy doloroso que no son capaces de transformar.
Si el hombre abusa de esta fuerza como muestra de su sombra; de aquello que inconscientemente les gobierna, las mujeres nos perdemos en emociones-drama que nos atrapan para siempre en el papel de víctima o guerrillera impenitente. Vivimos en la queja o en el enfrentamiento, y ambos comportamientos son una forma de ceder nuestro poder personal a alguien o a algo. Ambas energías están muy lejos del verdadero poder femenino. La mujer que ha conquistado su poder y libertad: el interior, es inasequible a las presiones o desequilibrios del entorno.
Ciertamente las mujeres tenemos mucho que sanar. Por desgracia somos muchas, muchas las que arrastramos heridas abiertas de generación en generación, pero busquemos la forma de encontrar nuestro sitio no desde esa herida, sino desde dicho poder interior; el que nos aguarda a cada una con paciencia infinita.
En el pasado, los movimientos feministas consiguieron que occidente pusiera su foco en la búsqueda de una igualdad de derechos entre ambos sexos muy necesaria, pero nacía desde una consigna inconsciente de enfrentamiento. “¡A por ellos!”, se decía implícitamente desde múltiples foros, asociaciones y movimientos de mujeres. La justa reclamación de un cuidado a la mujer y un espacio para ella de autodeterminación y libertad se convertía en una exclusión de los hombres, un rechazo, una amenaza para estos. Hombres plenamente conscientes de esta reclamación justa y urgente de la mujer, se han sentido agredidos por tales consignas, dando un paso atrás.
Pero para lograr el cambio al que las mujeres aspiramos necesitamos contar con los hombres. No podemos hacerlo sin ellos. Yo, personalmente, no quiero hacerlo sin ellos.
Este no es un logro que pueda darse desde la exclusión, sino desde la integración, pues, en el fondo, los grandes enemigos de hombres y mujeres son los mismos. Estos tienen que ver con programaciones externas e internas, herencias, culpas, frustraciones, y el peso de unas inercias muy fuertes. Todo ello habla de la negación de la propia identidad, que siempre va unida a la negación del principio masculino o femenino que nos ocupa. No somos iguales, ni falta que hace. Somos complementarios, y en cada uno de nosotros la vida toma una forma distinta. En esta riqueza de matices y variedad de existencias no hay formas de ser acertadas o no, correctas o no, hay simplemente una búsqueda de la autenticidad.
Cada hombre o mujer que consigue hacer su camino heroico en busca de esta autenticidad, ve compensado su esfuerzo con creces. Este se traduce en un deseo claro y cierto de ayudar a otros hombres y mujeres a que lo consigan igualmente. Ya no hay en ellos ningún impulso competitivo hacia fuera, pues saben que los verdaderos enemigos están dentro y solo dentro.
Estoy segura de que juntos, hombres y mujeres, somos capaces de alcanzar una vida plena de desarrollo para ambos, pero cada uno en su sitio, que siempre es el de más brillo.
Para ello tenemos que hacer primero un camino individual e íntimo de vuelta a los orígenes, al hombre y mujer que nos aguardan dentro, e ir más allá de lo que un día nos dijeron que debíamos ser y que quisimos ser por amor a quien nos dio la vida y nos sostuvo mientras nosotros no sabíamos hacerlo por nuestros medios.
No nos queda más remedio que viajar al centro de uno mismo; que restaurar la conciencia de lo que somos realmente, y apoyarnos sólidamente en ella para no perdernos en los ruidos externos.
La conciencia es un territorio transpersonal, un punto de encuentro común, pues está lejos de las identidades y egos que nos separan, y busca únicamente la integración, la reconciliación de todo lo que existe. Este es el nuevo camino: el del cambio.
La consigna del futuro para las mujeres no puede ser: “¡a por ellos!” Sino: “con ellos, pero sin perdernos en ellos”.
Igualmente los hombres pueden y quieren decir: “con ellas, pero sin perdernos en ellas”.
Y para eso ambos debemos entonar la misma consigna: “¡sin perderme de mi!”
Esta debe ser nuestra gran meta, pues siempre lo son aquellas que consiguen sumar a más seres humanos en su empeño.
Podemos dejar atrás lo que nuestros padres y abuelos no pudieron.
Podemos crear sin duda una ambiciosa y elevada realidad para hombres y mujeres en el futuro.
¿Te apuntas?